CUENTOS: DANIEL BARBACHÁN
CUENTOS DE DANIEL BARBACHAN
Hasta la plancha se quemó
A mi me decían que era muy chico para meterme en esas cosas. Era asunto de mayores. Mi madre se tenía que acordar de todo. Preguntaba a viva voz: “¿Reservaste turno en el Salón de Belleza del “Tano”?,…mañana tenemos que ir a lo de Peneka a probarte el vestido”. Mi hermana escuchaba sin responder mientras ordenaba su cuarto.
El viernes, destacado en las notas sociales “La Democracia” había publicado: “El 24 de junio se realizara en los salones de la Sociedad Unión el tradicional Baile de las Cedulas. Amenizará la orquesta típica de Donato Raciatti”.
En el Club Oriental también habría baile, pero sin cédulas, con la “jazz” de Barbizan.
Mi padre era sereno en la ANCAP. Para entretenerse llevaba el diario “El Plata”.
A veces iba a buscárselo a la plaza del centro. Al kiosco del “Pepe” Barrales. Si todavía no había llegado, iba a la Agencia Varela. Otras veces se lo compraba a Bertoldo, cuando pasaba por la calle vendiendo.
Era bravo aguantarle el olor. Quedaba en el ambiente por un rato. Una mezcla de sobaco y de pichi, con escarpines húmedos.
En la radio pasaban programas divertidos. Emitidos desde Montevideo, cuando quedaba más lejos. Pero esa noche era de hogueras y la diversión estaba asegurada.
Con mi hermano mayor habíamos conseguido las tablas de un viejo ropero apolillado y una cubierta de camión, para contener la fogata.
Las cedulas se usaban para no tener que “planchar” toda la noche. Para salir, auque fuera en la primera vuelta, dando la posibilidad de enganchar y seguir toda la noche. Eso era de lo que mas hablaban los adolescentes.
Nosotros teníamos un lugar apropiado. Al lado, en el estacionamiento del taller de Siriaco. Los demás encendían las hogueras en el fondo de sus casas o en sitios baldíos sin construcciones.
Movida por una suave brisa invernal, la atmósfera del pueblo tenía un atractivo especial. Llamas, humo, chispas y entusiasmo juvenil.
Antes de la medianoche, nos habíamos acostado. En la casa se sentía olor a quemado.
Cuando regresaron, mi madre y mi hermana, se dieron cuenta de que la plancha había quedado enchufada. Estaba al rojo vivo.
Su marca quedo estampada para siempre en una baldosa del cuarto de mi hermana.
Perico y su muñeco parlante
Después de la matinée nos esperaba la plaza. Estaba por tocar la Banda. Con los atriles colocados cerca del obelisco, luciendo uniformes, los músicos comunales interpretaban: marchas, tangos, milongas y valses
Acompañados por el ritmo de un redoblante y un bombo, las melodías surgían de una trompeta, un trombón, un saxofón, un clarinete y una tuba. La del director, el Sr. Danubio Fernández.
Cada concierto lo terminaban con la “Marcha San Lorenzo”. Mi madre la llamaba “la marcha del espiante”…
Antes de dormir sintonizaba Radio Carve o El Espectador, para escuchar algún radioteatro.
Con la primavera llegaban las quermeses. Las del atrio de la Iglesia en las Fiestas Patronales o en las Escuelas y el Liceo.
Pero aquel fin de semana había otro lugar para nuestro
entretenimiento, una calesita.
Habían llegado al pueblo en un camón con acoplado. Se alojaban en una casa rodante. El parque de diversiones de los “Hermanos Pariente”.
Parientes, ¿de quien?, pregunto alguno.
Armaron sus instalaciones en un baldío de la calle ancha, cerca del Pueblo Nuevo. Tiro al blanco, con escopeta y con revolver de aire comprimido. Un cerco para pescar botellas. Una mesa inclinada con agujeros, en los que pelotitas de ping-pong marcaban puntaje. La llamaban Ruleta China. Nos deleitaban las golosinas: el algodón de azúcar y las manzanas almibaradas.
Traian una novedad. En una carpa con platea, actuaría “Perico y su muñeco parlante”. Había que pagar entrada.
Las primeras conjeturas concluían en que, sin dudas, se trataba de un ventrílocuo.
Promocionaron el espectáculo con boletines y en el alto parlante del parque. Destacado en la marquesina, colocaron un cartel con lamparillas de colores.
La primera función al precio de un peso por persona, menores cincuenta centésimos, se realizo la tarde del domingo.
Los primeros espectadores quedaron impresionados. El muñeco se movía y hablaba solo. Perico se sentaba al lado, en otra silla.
En el recreo de la Escuela, Elías decía: “Alguna explicación tiene que haber, estos tipos no son magos”. Juancito, el hijo del mecánico, por su parte, comento: “Estos tipos de la calesita son como los gitanos, inventan cualquier cosa para no tener que trabajar”.
Cada función concitaba curiosidad y su éxito estaba asegurado. La calesita era para los más pequeños. Montados sobre caballitos o sobre cisnes, daban vueltas y vueltas. Eran empujados a mano por personas que hacían ese trabajo por “chirolas”.
Permanecieron en el pueblo varias semanas, luego irían a instalarse en Maldonado. Anteriormente habían estado en Pan de Azúcar.
El muñeco que hablaba seguía siendo un enigma. Quien otro que Mirope para dedicarse en averiguar y resolver el misterio. Sigilosamente se vinculo con los forasteros y se “desayuno” del asunto.
El muñeco era una marioneta. Dentro del pecho habían escondido el pequeño parlante de una radio. Habían construido un amplificador. Disimulaban el cable. Hablaban desde un micrófono, fuera de escena.
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